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Una medicina total que adoro… de puro egoísmo

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Fran García Lanzas. Servicio de Cardiología del H.U. Puerta del Mar de Cádiz

Anticoagulantes de nueva generación, antiagregantes que aumentan la supervivencia, stents con drogas anti- estenosis, áreas indexadas sobre válvulas, catéteres deflectores multipolares, sistemas de navegación en tiempo real, cumplimentación de objetivos cardiológico…, claramente necesitaba de nuevo bajar de ese mundo que giraba incomprensiblemente demasiado rápido, volver a tocar el suelo con los pies , sentir la arena cálida debajo de mí y no encima, respirar el aroma de la tierra arcillosa, roja y caliente por ese sol infinito, tener de nuevo el tiempo para ver como éste se esfuma de forma plácida sin desasosiego, y sobre todo,  de  llenarme de ese calor humano de aquéllos que son capaces de sobrevivir sin dejar de sonreír…, claramente, necesitaba volver a África,  para volver a encontrar ese  equilibrio que se pierde envuelto en rutina, para definir esa prioridad de las cosas que son realmente importantes. 

En mi camino se cruzó por casualidad un día en la consulta un paciente, compañero  de mi hospital, que lleva años sintiendo esa tierra africana bajo sus pies, operando y enseñando allá donde va, y gracias igualmente a la ONG andaluza Asociación Andaluza de Cooperación Sanitaria, en menos de dos semanas tuve hecha toda la burocracia necesaria para poder viajar de nuevo. Y lo hice con la compañía de un enfermero, compañero y amigo, o más bien amigo y compañero, de nuestra área sanitaria.

Aunque ya tenía cierta experiencia de cooperación, después de cuatro años, en Haití, Perú, India y  varios países africanos como Senegal, Camerún y Etiopía, cada proyecto de cooperación se vive de una manera diferente, y no porque vayamos cambiando y no seamos la misma persona en diferentes sitios, si no porque cada rincón del mundo está lleno de una humanidad diferente, con sus costumbres, historias y pensamientos. 

El quinto país más pobre del mundo era mi destino, el Chad, donde ya estuve en la guerra civil del 2008. Así que para mí era muy especial volver a ese corazón africano donde había vivido tantos sentimientos enfrentados.

Esta vez, el proyecto era muy diferente, se trataba de un pueblo de mil habitantes, llamado Biobé,  en las entrañas de África, cerca del río Chari, aquel que alimenta el conocido lago Chad, fuente de vida del país.

El hospital era simple pero disponía de la infraestructura necesaria para solucionar la mayoría de problemas de salud del pueblo chadiano, como el paludismo, la fiebre tifoide, disenterías, desnutriciones, complicaciones obstétricas… Estaba dotado de un quirófano básico, ecografía y laboratorio de batalla. Tenía capacidad para cuarenta pacientes hospitalizados, separados en habitaciones según fuera pediatría, ginecología, cirugía o medicina interna.

Allí trabajaba con múltiples enfermeros que hacían tu día mucho más fácil y con un médico joven repleto de conocimiento y experiencia al cual estoy muy agradecido por todo lo que me enseñó.  Después de pasar planta – empezábamos a las 7-, atendíamos las consultas y por la tarde dedicaba mi tiempo a docencia en un colegio de enfermeros hasta las 5 de la tarde.

El trabajo era claramente la excusa de mi viaje. Un trabajo de medicina total que adoro y necesito como la propia droga. Una dedicación compartida con los locales que disfruto cada segundo y deseara que nunca acabase. Pero el objetivo de mi viaje era volver a empaparme de esa humanidad africana que tanto nos hace falta en nuestro mundo que a veces produce vértigo.

La vida y su ritmo en ese poblado africano ayudan a ahogarse de una manera sosegada de esa tranquilidad tan necesaria. Recuerdo cada noche estar en la cama a las 9 porque ya no había luz, nada que hacer y todo el mundo dormía. Recuerdo dormir en plena calle, yo y toda la gente del pueblo, debido al calor, bajo aquel gigantesco árbol de mango que  veía a través de la mosquitera. No olvidaré levantarme a las cinco de la mañana sin despertador teniendo la sensación de que era mediodía al ver que la gente y los animales pasaban a tu lado iniciando el día. Recuerdo correr por la sabana al levantarme con ese sol inmóvil que parecía que llevaba horas postrado esperándome.

Después de un tiempo allí, empecé a entender las cosas tal y como eran. Comprendí que la cerveza que bebíamos cuando había -una vez a la semana- a temperatura ambiente, es decir 40 grados, era un elixir solo disponible para uno pocos. Entendí que la única hora que teníamos de electricidad al día  era un privilegio de los dioses que nos diferenciaba del resto. Comprendí que aquella manivela oxidada que teníamos en casa que hacía salir agua de un grifo era una fuente mágica inagotable que nos hacía la vida más fácil,  y así con todos los pequeños detalles que en nuestro mundo pasan desapercibidos.

El tiempo allí, un solo mes, pasó  rápido como siempre, pero caló y quedó en mí como un año de nuestro mundo vertiginoso. La gente siempre me pregunta  por qué dejo de mi vida cómoda todo durante meses y arriesgo perderla  para irme donde no me han llamado. Supongo que soy consciente de la injusticia social y económica en la que vivimos, de las marionetas corruptas dictatoriales que nosotros desde nuestra cómoda posición elegimos y mantenemos en el poder. Me imagino que intento ayudar a la gente que más lo necesita que casualmente nacieron en un país donde la esperanza de vida es de 42 años, pero la verdadera respuesta de por qué  abandono todo, finalmente,  es por puro egoísmo.

Y es  por todo lo que me aporta como persona cada segundo que paso allí, porque ordena mi vida y le da sentido.  Ya que al final, África, ría o llore, siempre acaba dando  mucho más de lo que recibe.

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